Gitanos con placa y gorra de plato: 600 años después, irrumpen en las fuerzas de seguridad para cambiar la historia

Hace 600 años que el pueblo gitano pisa la Península y, sin embargo, todavía sorprende ver un uniforme colgado en un armario calé. Quizá tú mismo hayas cruzado alguna vez esa mirada incrédula: “¿Un policía gitano? ¡Vaya novedad!”. Pues bien, la novedad se llama José, Luis y Séfora, y hoy desmontan el tópico a golpe de placa.

Si alguna vez pensaste que los mercadillos y las academias son mundos paralelos, acompáñame: verás que caben en la misma historia. Este reportaje es, sobre todo, un recordatorio de que el esfuerzo no entiende de apellidos ni de rincones marginales. Y, sí, también es una invitación (con un toque de humor) a que imaginemos más gitanos jurando bandera en un futuro nada lejano.

¿Quiénes son los gitanos que patrullan nuestras calles?

Puede que sus nombres no te suenen (todavía), pero sus trayectorias merecen pase de desfile. A continuación, un vistazo rápido (sin rodeos y con cifras exactas) a los tres protagonistas que se han plantado ante el prejuicio con total naturalidad.

Nombre completoLugar de origen y destinoCuerpo y rangoDato destacado
José Jiménez BorjasFerrol (A Coruña) → Policía Local de GaliciaAgenteAbandonó la venta ambulante a los 20 años y se calzó la placa
Luis RíosPuebla de Guzmán (Huelva) → Policía NacionalIntegrante de la UPR (Unidad de Prevención y Reacción)Media en disputas gitanas: detenidos “de la casa” se entregan sin un rasguño
Séfora UtreraPalma-Palmilla (Málaga) → Cuartel de la Guardia CivilFamiliar directa (esposa de guardia civil)Lleva 18 años casada con Ernesto; han criado 5 hijos en un ambiente mixto

Detrás de cada fila hay una maleta cargada de vencimientos: el “no llegarás” que escuchó José, las peleas que Luis desactivó con un “primo, afloja”, o la sorpresa del cuartel al ver a Séfora colgar la ropa en el tendedero comunitario. Todo eso cabe en cuatro líneas, pero lleva décadas cocinándose.

¿Por qué todavía cuesta ver un gitano con placa?

En palabra de los propios protagonistas, la losa histórica pesa: “Seiscientos años empujados a la marginalidad dejan huella”, añade Ernesto, guardia civil y marido de Séfora. Cuando una comunidad ha sido relegada «al último rincón del pueblo», romper la inercia requiere algo más que buenas intenciones. A José, sin ir más lejos, le advirtieron de que estudiar oposiciones era malgastar tiempo (y, para colmo, dinero; esas tasas que duelen más que un recibo de la luz).

Por otro lado, la desconfianza es mutua. Algunos agentes veteranos no saben si acercarse o mantener distancia cuando media una “ley gitana”, un conjunto de normas no escritas que regula tiempos y jerarquías familiares. Ahí es donde Luis aporta “traducción simultánea”: evita gestos bruscos, marca los turnos de palabra y, como resultado, un detenido buscado desde hace años acaba subiendo al furgón sin aspavientos.

Pasos para que más jóvenes gitanos lleguen a la academia

Hablar de integración sin recetas concretas es como patrullar sin chaleco: puro riesgo. Estas pistas (avaladas por José, Luis y Séfora) pueden allanar el camino a la próxima generación:

  1. Prioriza los estudios desde la cuna. Antes de pensar en la placa hay que aprobar la ESO; en casa de Séfora, se corta Internet si no se cumplen los deberes.
  2. Busca referentes cercanos. Un simple testimonio en clase cambia más mentalidades que mil sermones teóricos.
  3. Aprovecha becas y programas de refuerzo. Sí, la burocracia es un tostón, pero evita rascarse el bolsillo más de la cuenta.
  4. Entrena la forma física con antelación. Las pruebas de acceso no perdonan; mejor llegar con fondo que lamentar un esguince de última hora.
  5. Únete a iniciativas de visibilización. Luis proyecta el primer congreso de policías y guardias civiles gitanos: networking en su versión más pragmática.

Solo así (educación, ejemplos y un empujón institucional) la “excepción” pasará a ser rutina en las academias. En el diccionario aún sobrevive una acepción peyorativa de “gitano” (“que estafa u obra con engaño”), y eso molesta tanto como un chirrido en plena sirena.

Pero las palabras cambian cuando los hechos las superan. Dentro de 600 años, ojalá este reportaje parezca tan arcaico como la definición que indigna a la sobrina de José. Hasta entonces, más vale seguir plantando aulas, congresos y, por supuesto, plazas en las fuerzas de seguridad. Porque el uniforme no mide apellidos: mide vocación y horas de entrenamiento.

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