Trabajo en una tienda de ropa y cobro 1.050 euros al mes. De esos, 720 se me van en el alquiler de una habitación en un piso compartido en el centro de Madrid. A veces pienso que trabajo solo para poder dormir bajo un techo, cuenta Laura, de 27 años. El resto de su sueldo apenas le alcanza para transporte, comida y facturas básicas. «Me da rabia porque no puedo ahorrar nada, y si quiero darme un capricho tengo que pedirle dinero a mis padres. No debería ser así a mi edad», añade.
Su historia refleja un patrón que se repite en gran parte de los jóvenes: salarios bajos, alquileres que se llevan más de la mitad de los ingresos y la imposibilidad de pensar a medio o largo plazo. «Siento que vivo al día, que no tengo margen de error. Un mes malo puede significar endeudarme», confiesa.
Compartir piso como única opción
Diego, de 29 años, trabaja como camarero en un restaurante de Vallecas. «Gano unos 1.200 euros al mes, pero entre alquiler y gastos se me van más de 550. Comparto piso con un amigo, y aún así es caro. Si viviera solo, sería imposible», relata.
Asegura que ha normalizado mirar cada gasto con lupa. «Llevo sin irme de vacaciones desde 2018. Cuando mis amigos hablan de escapadas o planes de fin de semana, yo calculo automáticamente si me lo puedo permitir o no. Casi siempre es que no», reconoce.
Para Diego, lo más duro no es solo el dinero que falta, sino la sensación de no avanzar. «Tengo la impresión de que estoy atrapado en un bucle. Trabajo para pagar facturas, pago facturas para poder seguir trabajando, y así mes tras mes. Nunca hay un respiro».
Becas que no cubren lo básico
Carla, recién graduada en Periodismo, vive una situación todavía más complicada. «Estoy de becaria y cobro 700 euros al mes. Pago 500 por una habitación en un piso compartido en Chamberí. Si no fuera porque mis padres me mandan dinero para la comida, no podría seguir en Madrid».
La joven asegura que lo más frustrante es la contradicción entre la expectativa y la realidad. «Estudié pensando en tener independencia, pero estoy más atada que nunca. Dependo de mi familia como cuando era adolescente, solo que ahora estoy en otra ciudad y gasto más».
Su sueldo, como el de muchos becarios, no cubre lo más básico. «Es un círculo vicioso: para acceder a un trabajo fijo necesitas experiencia, pero la experiencia la consigues con becas mal pagadas. Y mientras tanto, ¿cómo sobrevives? Al final acabas sintiéndote culpable por pedir ayuda», explica.
Una generación atrapada
Los testimonios de Laura, Diego y Carla dibujan un panorama común: alquileres que absorben entre el 60% y el 80% de los ingresos, imposibilidad de ahorrar y una dependencia constante de las familias.
Más allá de las cifras, todos coinciden en algo: el impacto emocional. «Agobia vivir pendiente de cada euro. Te quita energía, te roba planes y te hace sentir que no avanzas», resume Laura. Diego lo comparte: «Es agotador tener que medirlo todo. No hablamos de lujos, hablamos de vivir con lo justo».
Carla concluye con una frase que resume lo que muchos sienten: «Lo peor es que parece que es lo normal para nuestra generación. Vivir para pagar un alquiler, sin proyectos de futuro y con la sensación de estar siempre al borde».